
Nace en Murcia el 21 de septiembre de 1895. Hijo del abogado criminalista,
político y empresario Juan de la Cierva y Peñafiel, que llegó a ser ministro en
varias ocasiones y alcalde de Murcia, y de María Codorníu Bosch. Su abuelo materno
fue el destacado ingeniero de montes Ricardo Codorníu. Desde su infancia destacó su interés por el
mundo de la aviación, y junto a su amigo Tomás de Martín-Barbadillo construyó
pequeños modelos capaces de volar.
En Madrid obtuvo los títulos de ingeniero de caminos,
especialista en construcción aeronáutica y piloto aviador, profundizando al
mismo tiempo en la aeronáutica en sus ratos libres con el estudio de las
investigaciones de Jonkowski y Lanchester. Desde 1916 se dedicó al diseño y
construcción de aviones y planeadores de ala fija. Sin embargo, conmocionado
por el accidente aéreo del capitán Julio Ríos, se dedicó a proyectar una aeronave
más segura, con alas giratorias, que llamaría autogiro.
La fijación rígida de los rotores al cubo
central fue la causa del fracaso de los tres primeros prototipos que diseñó.
Articulándolos libremente, de la Cierva logró la fuerza de sustentanción
necesaria para elevar la máquina. El proyecto se hizo finalmente realidad en
1923, cuando el autogiro realizó el primer vuelo entre los aeropuertos de
Cuatro Vientos y de Getafe, en Madrid.
Junto con dos compañeros, José Barcala, antiguo
compañero de estudios, y Pablo Díaz, hijo de un carpintero, fundó la sociedad
B.C.D., cuyas siglas correspondían con las iniciales de sus tres apellidos, que
fue pionera en el desarrollo aeronáutico dentro de España, y gracias a su
capacidad, en 1912,
contando sólo con 16 años, Juan de la Cierva logró construir y hacer volar un avión biplano, que recibió la designación BCD-1, y fue
apodado el Cangrejo, con piloto (el francés Mauvais) y pasajero a
bordo.
Mientras el avión es una aeronave de alas fijadas al fuselaje,
el autogiro inventado por de la Cierva tiene alas fijadas a un rotor. El autogiro
hace su irrupción en el panorama de la aviación sólo veinte años después de la
invención de los hermanos Wright.
Juan de la Cierva construyó en Madrid en 1920 su primer autogiro, el Cierva C.1,
utilizando un fuselaje, ruedas y estabilizador vertical de un monoplano francés Deperdussin de
1911, sobre el que montó dos rotores cuatripalas contrarrotatorios coronados por
una superficie vertical destinada a proporcionar control lateral; la planta
motriz era un motor Le Rhône de 60 hp. El aparato no
llegó a volar, pues el rotor inferior giraba a menos velocidad de la prevista,
y el efecto giroscópico y la asimetría de la sustentación hicieron volcar el
aparato. A este primer autogiro siguieron dos construcciones también fallidas,
el C.2 y
el C.3,
en las que el inventor intentó, infructuosamente, resolver el problema de la
diferencia de sustentación entre la pala que avanza y la que retrocede. Sin
embargo, en las pruebas del C.2 se consiguieron algunos saltos de unos dos
metros, lo que apuntaba a la viabilidad del invento. La asimetría de la sustentación del rotor no se
resolvería plenamente hasta el prototipo C.4, en el que la Cierva incluyó su revolucionaria idea de
articular las palas del rotor en su raíz.
Los primeros ensayos del modelo C.4, construido
en 1922 conforme a los nuevos principios, fueron infructuosos. Para su
definitiva resolución, la Cierva realizó una completa serie de ensayos en el
túnel de viento de circuito cerrado del aeródromo de Cuatro Vientos (obra de Emilio Herrera), por aquel
entonces el mejor de Europa. El nuevo aparato corregido se probó exitosamente
en enero de 1923 en el aeródromo de Getafe pilotado por el teniente Alejandro Gómez
Spencer. Aunque dicho vuelo consistió únicamente en un «salto» de
183 m, demostró la validez del concepto. A finales del mes, el C.4 recorrió en
cuatro minutos un circuito cerrado de 4 km en el aeródromo de Cuatro Vientos,
cerca de Madrid, a una altura de unos 30 m. La planta motriz del C.4 era un
motor Le Rhône 9Ja de 110 hp. En julio de 1923 se utilizó el mismo motor en el
C.5, que voló en Getafe. A partir de ese momento, de la Cierva, que había financiado
a sus expensas sus experimentos anteriores, contó para sus trabajos con una
subvención del gobierno español.

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